Opinión

Educación en Chile: Todos fuimos, nadie fue

El Dr. Carlos Pérez Wilson, académico del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de O’Higgins, analiza la responsabilidad de las universidades en el estado actual de la Educación de Chile y propone cómo estas pueden contribuir en su mejora.

Supongo que al menos los/as lectores/as “adultos jóvenes” hacia arriba, recordarán este código de honor no escrito de la época escolar, mediante el cual protegíamos o compartíamos la responsabilidad o la injusticia con nuestros pares, asumiendo tanto los beneficios como las consecuencias de este proceder.

Dr. Carlos Pérez Wilson

Técnicamente, en retrospectiva, lo que se lograba principalmente eran dos cosas: no individualizar la responsabilidad (daba lo mismo si sabíamos quiénes eran los o las responsables), y diluir o entorpecer las sanciones individuales frente a un juicio colectivo.

Se ha escrito en muchas ocasiones un hecho indesmentible: el problema de la educación es multiagente, multifactorial, multinivel (“todos fuimos”), pero cuidando de no realizar un juicio crítico o asignar responsabilidades (“nadie fue”). Columnas que en general, escribimos para compartir nuestra preocupación, pero evitando en general asignar responsabilidades directas, sólo compartidas.

Sin embargo, en las últimas semanas, han aparecido una serie de columnas de opinión relacionadas con la educación en Chile, pero que han llamado la atención por ir siendo más críticas con nuestra realidad. En una de ellas, por ejemplo, se advertía del problema que tenemos con el efecto de aumentar la exigencia de los puntajes de la (ahora) PAES respecto de la baja ostensible en las postulaciones a las carreras de pedagogía. En otra, se hacía notar que el gasto público en educación se multiplicó 11 veces en términos reales entre 1990 y 2021 sin que se hayan obtenido muchos cambios más allá que en cobertura.

Una discusión debiera separar hechos observables (lo que es) de sus causas de origen (porqué se dan las cosas que observamos). Así, por ejemplo, es un hecho que, así como tenemos buenos profesores/as, algunos incluso con reconocimientos internacionales, también tenemos malos e incluso muy malos profesores/as. También es cierto que tenemos alumnos/as destacados (asigne Ud. el baremo de mérito que le haga sentido), pero también tenemos malos alumnos/as (asigne nuevamente Ud. en consecuencia). Tenemos familias que no se involucran en el aprendizaje ni vínculo con la comunidad escolar, y otras muy compenetradas en esta etapa relevante. Tenemos directivos sin liderazgo o capacidades de gestión, y otros con un talento digno de elogio. Tenemos órganos colegiados orientados más hacia una lógica sindical que a un aporte en temas de política de desarrollo y fomento de la calidad de la educación. Evidentemente, hay antecedentes, contextos y causales que explican por qué se dan estos hechos, muchos seguramente muy atendibles o inevitables, pero nuevamente, no podemos acallar la crítica frente a los hechos que observamos, ya que son parte de los factores que están teniendo incidencia en el estancamiento en los niveles asociados a la calidad de la educación.

Mientras la clase política sigue pensando cómo abordar estos hechos, desde la lógica del “todos fuimos, nadie fue”, cabe preguntarte quizá ¿Y las Universidades? Desde el cuerpo académico, pecamos un poco del sesgo de confirmación. Creemos que los hechos anteriores son exclusiva responsabilidad de otros, ya que hemos dado todo lo que nos corresponde dar, comportamiento que puede originarse quizá por los dictámenes de las acreditaciones de las carreras de pedagogía, que en general nos dicen que lo estamos haciendo bastante o muy bien.

Pero si se reflexiona un poco… las universidades forman futuros profesores, capacitan a profesores en ejercicio, investigan en, con, o sobre comunidades educativas y sus agentes. Ciertamente, es un participante con mucha más capacidad e influencia potencial en cualquier cambio que se pretenda realizar.

Entonces, ¿Qué pasaría si se asignara una escuela o liceo específico a una Universidad específica, y ésta dispusiera allí a sus mejores estudiantes, entregara las mejores tesis, destinara sus mejores mentores o tutores, si tuviera la posibilidad de implementar allí de manera coordinada y sistemática sus mejores resultados de investigación en enseñanza y aprendizaje de lenguaje, de matemáticas, ciencias, humanidades, como también de convivencia escolar, de capacitación a profesores, generación y reforzamiento de liderazgos, de apoyo psicológico a los agentes educativos? ¿Qué pasaría si, perdonando la informalidad, tiráramos “toda la carne a la parrilla” desde una Universidad a una Escuela específica por un tiempo prudente?

Podrían pasar al menos dos cosas: una, que se lograran mejoras importantes en el tiempo (“obvio que iba a mejorar, si la Universidad X la ha estado apoyando por 3 años”). Lo importante es este caso sería hacer notar que, gracias a la existencia real de un escenario de éxito, se podría buscar la manera de sintetizar y transferir dichos logros hacia otras comunidades educativas, entregando luces que permitan encaminar, con algo de certeza, el desarrollo de políticas de apoyo y financiamiento. La otra posibilidad es que, a pesar de todo ese esfuerzo, no se logren avances significativos, y que el problema resulte ser mucho más serio de lo que se pensaba, en cuyo caso, debieran igualmente verse involucradas las propias universidades para discurrir maneras de enfrentar este, ahora a todas luces, grave problema.

El año 2014 nacía el programa PACE, que mutatis mutandis, buscaba permitir el acceso a la educación superior a estudiantes de enseñanza media provenientes de contextos vulnerables, mediante la realización de acciones de preparación y apoyo permanente, y el aseguramiento de cupos. En este programa participan actualmente cerca de 30 instituciones de educación superior, las cuales reciben aportes estatales para este programa, y que sin necesariamente tirar “toda la carne a la parrilla” han logrado mostrar resultados favorables para el propósito que los convocó, incluso con el riesgo del “todos fuimos, nadie fue” propio del ingreso de estos estudiantes a cualquier universidad que los aceptara para sus estudios superiores.

Probablemente, el interés en participar del programa “toda la carne a la parrilla” (disculpando nuevamente la informalidad) será directamente proporcional a los recursos involucrados y a las condiciones de operación que se planteen desde el Estado. Suponiendo que estos son adecuados, ¿Qué criterios deseables u obligatorios de inclusión debieran tener las Universidades que participen? ¿Cierta cantidad mínima de años de acreditación? ¿Ciertos requisitos en productividad o formación para el cuerpo de académicos/as que se involucren? ¿Cierto compromiso de metas en el corto, mediano y largo plazo que condicionen el financiamiento?¿Cuentas públicas anuales a la comunidad?

Y finalmente, ¿Qué Universidad querría participar de una instancia en que pueda verse contrastado de manera universal y categórica un juicio directo hacia la calidad de su accionar? Acá ya no cabría el “todos fuimos, nadie fue”. El riesgo es enorme, pero aparentemente, no nos van quedando muchas opciones. Nobleza obliga.

Dr. Carlos Pérez Wilson
Académico del Instituto de Ciencias Sociales
Universidad Estatal de O’Higgins